De nens

Después del artículo publicado en VICE, cuelgo aquí la versión original del artículo, sin correcciones ni cambios, tal como fue concebido en un principio. Juzguen ustedes mismos.

Del amor a los niños

El relato de terror empieza así: Barcelona, barrio del Raval, julio de 1997. Una denuncia de un niño por abusos sexuales contra X.T., que ya había sido juzgado por un caso similar en 1993, inicia una investigación policial que conduce a una red internacional de pederastia infantil. El caso llega rápidamente a los periódicos y los medios, que reproducen las informaciones policiales sin cuestionarlas ni verificarlas. A finales de julio, hay varios imputados, entre los que se encuentra incluso el líder de la asociación vecinal Taula del Raval. X.T.es acusado de ser el cabecilla de toda la trama de pederastia y pornografia infantil. Varios padres pierden la custodia de sus hijos hasta la apertura del juicio oral. Después de dos años de prisión preventiva, todos los acusados son liberados, incluido X.T, que recibe libertad sin fianza porque hasta los propios magistrados consideran improbable la reincidencia.

En el año 2000, el periodista Arcadi Espada publica su libro Del amor a los niños (Anagrama), en el cual cuestiona la versión policial del caso. Afirma, por ejemplo, que la policía se había dejado guiar por las acusaciones y las denuncias, así como la jueza instructora del caso, y que no se había respetado la presunción de inocencia. El mayor crimen, ya saben, es hacer daño a un niño, y más cuando procede de un pedófilo confeso como X.T., quien sin embargo jamás afirmó haber hecho daño a un niño. Esa es la diferencia, de hecho, entre pedofilia y pederastia: la primera es una atracción hacia los niños, y es considerada una enfermedad (X.T. estaba recibiendo un tratamiento de inhibición sexual en el año 1997), y la pederastia es un delito por violación de un menor de edad. Pero es difícil establecer matices en este tema tan sensible, al menos para la opinión pública. Quizá hubiera sido tarea de los propios periodistas, que, como afirma Arcadi Espada en el libro, “trabajan siempre desde el mismo lado de la calle que los policías”. El bien y sus defensores, ya saben.

En enero del año 2001 se abrió por fin el caso por parte de la Audiencia de Barcelona con toda la atención puesta en el principal acusado, que ya es conocido en los titulares de los medios como “el pederasta del Raval”. Ya hemos dicho que es difícil establecer matices en este tema tan sensible, qué quieren. Aquí aparece, sin embargo, un invitado inesperado: el director de cine Joaquím Jordá, que decide rodar un documental del juicio: tres horas de acusaciones, contradicciones, relatos sesgados y presunta culpabilidad. Joaquím Jordá, traductor y escritor, cineasta inquieto (todo un vórtice artístico, que se merece su propio artículo), decide contar también la manipulación de esta historia, nuestra falta de respeto por la presunción de inocencia y las víctimas (que no son solo las que la opinión pública sentencia como tales), para lo que cuenta con la ayuda del músico Albert Pla, que canta e interpreta varias canciones alusivas al caso. Al final del juicio, por cierto, solo X.T.y J.Ll. son condenados. El documental sigue su curso, y el año 2003 De nens es presentado en su montaje final en el Festival de Cine de San Sebastián. Coincide en su presentación con la polémica La pelota vasca de Julio Médem, pero es precisamente la película de Jordá la que es censurada durante su estreno inaugural, con imágenes en negro y pitos que borran ciertas palabras. Esto lo sé porque, muchos años después, en el 2007, en una entrevista para el periódico Diagonal, Albert Pla me lo contó exaltado. Él tampoco se podía creer que hubiera sucedido. En fin. Periodistas, pedófilos, narradores e inquisidores: esa es la sopa de la que está hecha este artículo. Avisados quedan.

La versión oficial

Es difícil retratar el mal. Que se lo pregunten a Sade o a Bataille. Normalmente, la versión oficial cae en el maniqueísmo: este es bueno y el otro es malo. Punto. Mucho más arduo es contar que cualquiera de nosotros puede hacer el mal, o lo ha hecho, o que grandes bondadosos cuentan en su registro con acciones mezquinas y terribles, lo que tal vez no invalida las buenas. Supongo. De un tiempo a esta parte, de hecho, el teledrama está obsesionado con contarnos que el malvado no está tan lejos, que el asesino está dentro de uno, que diría Jim Thompson. Habitualmente, la historia tiene dos ramificaciones: el bueno que se vuelve malo (la historia de la metamorfosis de Walter White en Heinsenberg, ya me siguen), o el malo que se redime, que se arrepiente y propaga el bien. San Dimas o el buen ladrón, o, por poner un ejemplo menos bíblico, el exconvicto que, en la cuarta temporada temporada de The Wire, monta un ring de boxeo para chavales, evita la violencia y las drogas, intenta labrarse un futuro, por duro que sea. Una historia clásica de perdón, que, como contó a Kiko Amat en una entrevista para Jotdown, George Pelecanos logró que se mantuviera tal como él la había escrito.

elvirusdelaporSin embargo, también se pueden contar ambas cosas. Que el malvado no se ha ido aunque sea una buena persona, que el monstruo también cuenta con buenas acciones, y quiere a sus hijos y es capaz de dar su vida por los demás. Esta es la historia de Nicholas Brody, el protagonista de Homeland, que está construido dentro de una nebulosa moral, y a veces nos parece un demonio atrapado, y otras un personaje de tragedia que no puede escapar a su destino. Antes del difuso Brody, sin embargo, varias películas y relatos se han ocupado de intentar mostrar el lado humano del demonio en una de sus facetas más horrorosas: el pederasta. Inquietantes, rebeldes, estas narraciones no caen en la complaciencia de quien cree estar siempre del lado del bien. Examinan los hechos, cuentan la historia, evitan el juicio sumarísimo. Están más cerca de la estética del informe (para ciegos) que del apólogo.

Nos vienen al pelo las palabras que Jordi Costa citaba del cineasta Todd Solonz en una reseña sobre la reciente película de Ventura Pons, El virus de la por:

Es importante que todo tipo de abusos infantiles salgan a la luz, pero, al mismo tiempo, todo este proceso provoca un daño irreversible en la psique colectiva que afecta a toda relación entre adultos y niños. Si quisiera ofrecerme como monitor de boy scouts, me mirarían de una manera muy rara. Y eso es un triste comentario a la realidad de la cultura de nuestros días: ya no podemos relacionarnos cómodamente con un niño sin convertirnos, automáticamente, en algo inapropiado”. Esa es la cuestión: que la culpe antecede al hecho, o como titulaba Jordi Costa su reseña, toda muestra de afecto se pone bajo sospecha.

Y el autor de la cita no es accidental porque quizá el gran cronista de los límites borrosos de la moralidad es él, Todd Solonz, quien en su filmografía toquetea sin miramientos grandes tabús sociales. Ahí va una muestra: el profesor negro del taller de narrativa de Storytelling (2001), que en público denuncia cualquier muestra de racismo, pero cuando se folla a una de sus alumnas, le pide que le llame “Nigger” porque le pone. Esto es solo ficción, amigos, pero de lo que se trata es de mostrar que la realidad es más rara que nuestras categorías de lo políticamente correcto. Eso hizo en Happiness (1998), cuya cubierta promocional fue dibujada por Daniel Clowes, el autor de Ghost World o Como un guante de seda forjado en hierro, otro amante de los misterios de la carne y la psique. Dura y turbadora como pocas, polifónica y coral, en Happiness aparece un padre encantador, el perfecto padre del modelo de familia norteamericana, que es un pederasta que abusa del amigo de su hijo. Ahí lo tienen: el fin no es humanizar al monstruo, aunque lo consigue al mostrarnos que está en cualquier parte, que puede ser tu vecino o tu primo; la idea es que quememos de una vez los estereotipos con los que asociamos al malvado en general y al pederasta en particular. Que el mal no es un asunto de clases sociales ni de raza ni de moral pública. Y cuando lo contemos, deberíamos tenerlo en cuenta. Cuando le preguntaron en el juicio de 2001 a Arcadi Espada porque creía que los padres de varios niños que habían sufrido supuestos abusos habían sido imputados, respondió: “Porque eran pobres”. Escuece reconocerlo, pero algo de eso hay: el beat informativo no se aproxima igual a unas víctimas o a otras según su escala social. De ahí los estereotipos que la opinión pública crea de ciertos imputados, enjuiciados y sentenciados mediáticamente. Culpable es una categoría judicial, pero también moral, y es impuesta a veces antes del veredicto del juez o del tribunal popular. Y ya saben cómo acertó con el título Pirandello: Así es (si así os parece).

Happiness

Retrato de familia

Quizá la película que mejor muestra cómo los medios efectúan un juicio paralelo al de los tribunales, y cómo arrasan sin piedad con sus víctimas, es la fabulosa Capturing the Friedmans, estrenada en Estados Unidos en 2003 (el mismo año que De nens), y que cosechó, entre otros, el premio del Festival de Sundance de aquel año y el de mejor documental en Documenta Madrid en su primera edición. Su director, Andrew Jarecki, estaba buscando material para un documental sobre payasos profesionales y dio por accidente con David Friedman, payaso profesional y uno de los hijos de Arnold Friedman, que fue acusado de abusos sexuales junto a su hijo Jesse en el año 1988. Jarecki habla con David, se interesa por el caso, ve los vídeos caseros sobre su familia. Cambia el tema de su documental y decide grabar uno sobre el caso de los Friedmans, quienes, pese a las irregularidades de la investigación y del caso, decidieron declararse culpables siguiendo el consejo de su abogado. Jarecki registra los testimonios de los implicados, muestra las contradicciones de unos y de otros, narra el hundimiento de la familia Friedman y, sobre todo, enseña personas de carne y hueso, no peleles o caricaturas de trazo grueso. Lo relevante no es si Arnold y Jesse Friedman fueron culpables o monstruos implacables, lo que se cuestiona con argumentos y pruebas durante el documental; Capturing the Friedmans, como dice su título en un juego de palabras, trasciende el retrato policial para enseñarnos el alma de una familia, sus recuerdos, sus vivencias y la destrucción que supuso no solo las penas de cárcel, sino también su juicio mediático.

Arnold se suicidó en la cárcel en el año 1995; Jesse salió en libertad condicional en 2001 después de trece años de prisión.

friedmans

El pederasta es el gran criminal. El monstruo despiadado. Satanás. Pero si queremos ir más allá de las sentencias y la repulsión, debemos rastrear los contextos familiares y sociales, la personalidad del victimario. Cuando en Inglaterra, en el año 1993, el cuerpo del pequeño James Bulger (que aún no había cumplido los tres) fue encontrado mutilado, nadie se esperaba que los culpables iban a ser dos chicos de diez años: Robert Thompson y Jon Venables. El caso fue un acontecimiento traumático para toda la sociedad inglesa, y la primera respuesta fue la de la ira. Es lógico. Protegidas sus identidades, era difícil leer informaciones que fueran más allá de las pistas que condujeron a los responsables de aquella atrocidad. Una de las pocas que encontré en aquel momento, mientras buscaba información para un trabajo de la universidad, lo firmaba un tal Enric González, desconocido para mí por aquel entonces. Me sorprendió en su crónica del juicio y la sentencia su retrato de los verdugos, que no dejaban de ser, después de todo, niños. El periodista intentaba entender la situación, hablaba de la ruinosa situación familiar de ambos, de su temperamiento violento. Había intentado ir más allá del dibujo del monstruo para acercarse al humano. Parecía poca cosa entre toda aquella tormenta de odio que sacudió las noticias sobre el tema, pero era mucho.

Encerrados en un correccional hasta su mayoría de edad, Venables fue noticia muchos años después porque volvió a la cárcel en el año 2010 acusado de posesión y distribución de pornografía infantil. Salió en el año 2013. Las heridas profundas no curan con facilidad. Las patologías, tampoco.

El mal y la metaficción

Little Children

No conformarnos con el odio, acercarnos a la base jurídica en la que se basa la rehabilitación. No el castigo perpetuo (como la pena de muerte) sino la reeducación, dentro de toda lo que pueda darse dentro de un sistema carcelario: esa es la respuesta racional, supongo. Retratar el mal no desde la óptica del superhéroe, que lucha en su esquizofrenia contra los villanos por el bien (y según su idea del bien) con medios fascistas, sin juicios ni códigos legales; retratar el mal con sensibilidad, con empatía, con comprensión de las reglas humanas, demasiado humanas. Como lo que hizo, por ejemplo, Todd Field en su atípica Little Children (2006), que ganó un Óscar a Mejor Guión Adaptado (2006). Si ya en In the room (2001) mostraba una curiosa y nada complaciente mirada hacia el mal que puede golpear a cualquiera, incluso a dos maravillosos padres que han perdido trágicamente a su hijo, en Little Children utiliza, entre las historias varias que se entrecruzan en la película, a un pederasta recién salido de la cárcel para mostrar nuestra ceguera hacia el tema, que es abordado casi desde una perspectiva clínica. El mal no es siempre una elección, por más que les pese a los del libre albedrío. A veces es una condena, una enfermedad mental, un desiquilibrio psiquiátrico.

Maquetaci—n 1Acaso el ejemplo más reciente de un retrato profundo y turbador del pedófilo, transformado después en pederasta, es la magnífica La mujer de sombra (Anagrama, 2012) de Luisgé Martín. Asumiendo los postulados de Sade y de Bataille, la novela es una exploración de los abismos del mal, en este caso dentro del territorio del sexo, no para la provocación (aunque no es una novela para todos los gustos, desde luego), ni tampoco para la quema en la hoguera del pervertido, sino para acercarnos a su naturaleza humana, a las frágiles fronteras que protegen los deseos más abyectos. Creo que no se ha escrito en la literatura en castellano nada más arriesgado, audaz y riguroso sobre este tema, sin caer en el morbo facilón ni en la censura moralista. Del transgresor proyecto de Tadeys (escrito en Barcelona en 1983), del argentino Osvaldo Lamborghini, mejor hablamos otro día.

Sorprendentemente, muchas de estas historias y narraciones de las que hablamos incluyen dentro sus instrucciones de lectura, como si tuvieran miedo de recibir una decodificación aberrante. Jordá, en una de las entrevistas sobre De nens, insistió que no mostraba el lado amable de la pederastia, que era no era su intención, sino que giraba “en torno a la utilización social de una historia”. De igual forma, Jarecki dedica buena parte de su documental a mostrar la manipulación del caso, cómo la presunción de inocencia de Arnold y Jesse fue anulada desde el principio. Little Children narra el regreso del pederasta al hogar materno, tras lo que debe sufrir el rechazo de la comunidad y de sus vecinos, y el narrador de La mujer de sombra reflexiona en muchas páginas sobre cómo el deseo nos rompe y deshace, no siempre bajo nuestro poder. Toda visión profunda del mal, y en este caso del pedófilo, invoca una metaficción sobre el tema, un relato que examina el relato de sus hechos. No hay otra manera: dibujar el mal es preguntarse siempre por la profundidad de los trazos.

*Artículo completo de la versión publicada en la web de Vice España.