Gone-girl

Al principio parecía el discípulo aventajado de Ridley Scott. En Alien 3 (1992), Fincher pulía la historia del encerramiento y la persecución, como en la primera cinta de la saga, con una atmósfera  cuidada al detalle, fruto de su larga experiencia como director de videoclips.  Su segunda película,  Seven (1995), fue su consagración definitiva como director de texturas oscuras, filtros ocres y narraciones violentas. Seven, que se ha convertido en una película de culto para los amantes del thriller, era la prueba palpable de un director que, aunque aún no supiéramos cuál era su horizonte narrativo, tenía la técnica y el oficio para desplegarlo.  Y después de varios devaneos interesantes, sobre todo Fight Club (otra historia lustrosa por su estilo y atmósfera) y la hitchcockniana Panic Room (2002), compuso Zodiac (2007), su película más interesante hasta la fecha a mi juicio. Zodiac es un giro deslumbrante y original en su carrera  porque Fincher ensaya un género mucho más difícil del que  manejaba hasta entonces: esconde al psicópata, como una especie de Seven sin serial killer, y se fija en el proceso de investigación de un caso mediático, con repercusiones en el imaginario popular del miedo. Zodiac es una película que ha ganado con el tiempo hasta convertirse en uno de los mejores ejemplos de la estética informativa, heredera del cine conspiratorio de los años setenta, que es capaz de crear intriga, tensión y engranajes sobre todo con un entramado de datos. Por desgracia, Fincher seguía sin saber adónde ir. La dorada Benjamin Button (2008) apenas guardaba relación con las inquietudes del archivista de Zodiac, y pese a la interesante The social network (2010), Fincher volvía a las andadas con La chica con el dragón tatuado: narraciones impecables técnicamente, pero que apenas sostenían un discurso ideológico que no fuera el del perseguidor y sus víctimas. Películas cuidadas, revisadas y corregidas hasta la extenuación, carentes de respiración, sin embargo, desnaturalizadas por tanto artificio.

Y ahora viene Gone Girl, que es más de lo mismo: una película tramposa, hecha de trucos para engatusar y  darle la vuelta a las presunciones del espectador. Porque todo este circo, ¿a qué viene? ¿Qué quiere contarnos finalmente Fincher? ¿Que la familia es una institución levantada sobre el rencor y la ruina? Podría haber encontrado mejores relatos para profundizar en esa idea, en ese caso. ¿Que la televisión juzga sin pruebas y sin la presunción de inocencia?  Si esta era la gran pregunta entonces le ha salido un juego demasiado enrevesado, que pierde su foco  en demasiadas ocasiones. Además, la contención estilística de Gone Girl no se hace en busca de una historia más sencilla o desnuda, sino que todo en ella huele a telefilm en su peor acepción, con personajes desconectados de su realidad social y su entorno, colocados en una especie de decorado falso de casitas de juguete. Antes teníamos películas  faltas de vida con el sello de un virtuoso de las atmósferas. Ahora ni eso. Gone Girl es un plato insulso, que esta vez no deja siquiera el asombro ante la presentación, quizá porque estas historias que pretenden funcionar como un mecanismo de relojería le resultan ajenas a Fincher, y se nota. Males, supongo, del que cree que narrar es solo una cuestión de habilidad.