Juan MuñozLa fracasada huelga de funcionarios del pasado 8 de junio confirma que la tesis sociológica del consenso se hace fuerte. Según esta teoría, la sociedad actúa como un único organismo, un solo cuerpo que acepta o modela sus funciones según sus costes y beneficios. De ese modo, los cambios sociales se producen porque el sistema social los reclama para su propia supervivencia y elimina aquellos que se revelan disfuncionales o negativos. Esta es la esencia del enfoque funcionalista, de teóricos como Merton o Parsons. Para ellos, los cambios en la estructura no proceden de los agentes sociales, de los ciudadanos o de la lucha de clases, sino de macroestructuras (deshumanizadas) que buscan perpetuarse, por encima incluso de los derechos sociales más básicos. Aunque la teoría es persuasiva, y ayuda a explicar numerosos fenómenos sociales, lo cierto es que subyace en ella un espíritu que conduce al inmovilismo y la resignación. Si las estructuras son inexpugnables, ¿qué lugar tiene frente a ellas la acción social?

Sin duda, la teatralización del consenso que hemos presenciado en Europa recientemente, donde los partidos de la oposición de los respectivos Estados  apoyaban los recortes sociales emprendidos por los Gobiernos, no dejaba espacio para la discusión, mucho menos para el conflicto. De hecho, el gran argumento utilizado para justificar las medidas llevadas a cabo en España son de orden orgánico, esto es, vienen impuestas por Europa, no hay más opciones, estamos obligados. Una filosofía de la resignación, en definitiva.

Y parece que dicho pensamiento ha triunfado, o al menos ha resultado convincente para la mayor parte de la población. Después de dos años de crisis, la conflictividad social es mínima, la respuestas de los sindicatos mayoritarios (mediante manifestaciones o huelgas) ha sido inexistente, y cuando se hace una protesta a nivel nacional contra los recortes sociales, la reacción de los funcionarios públicos ha sido muy tímida. Es labor de los sociólogos encontrar las causas que han creado este cuerpo social dormido, que no quiere asumir su fuerza ni enfrentarse a su malestar. Pero los síntomas de la enfermedad apuntan a la anomia social, uno de los términos acuñados, por cierto, por el padre del funcionalismo, Durkheim.

Queda la esperanza de Gramsci: no hay dominación sin resistencia, el consenso resulta incompleto, el cuerpo es atacado por virus, por robusto que parezca. Ante esa idea, urge diseminar relatos del conflicto, historias que no busquen la resignación ni la pasividad, sino que recuerden, al final, los derechos políticos más básicos, los fundamentados en la experiencia: que los políticos deben obediencia a la ciudadanía, quienes les han elegido, y sin los cuales no son nada, meros peleles. Si no provocamos el enfrentamiento con aquellos que ocultan que la mayoría social sale perdiendo con estos recortes, entonces damos carta blanca a las élites que prefieren el consenso, el cual, qué casualidad, siempre les beneficia.